Ha llegado directa al corazón de los lectores la carta que me envió mi amigo Antonio Carroquino y que entendí, con el beneplácito del director de este diario, que merecía ser publicada y compartida con todos, ya que fue la respuesta a mi artículo sobre enseñar la Semana Santa.
No es fácil conseguir, como el arquitecto asturiano, contar mucho y que sepa a poco. Yo no sé si entre los menesteres de Carroquino está el de escribir, pero, si no fuera así, desde luego decenas de correos recibidos acaban de darle una pista. Hay quien llegó a comparar sus líneas con las secuencias de un buen filme que no hubiera querido que se acabara nunca.
Carroquino, para explicar en su caso cómo un extraño a nuestra Semana Santa se hizo con ella inmediatamente, ha pasado de puntillas por un sitio delicado, ha señalado un lugar complejo de la Semana Santa, ha puesto el dedo en la llaga, nunca mejor dicho, como lo puso Santo Tomás después del tercer día. Y cuenta como decisivo el hecho de que yo le advirtiera que los sevillanos vivimos la Semana Santa sabiéndonos el final de la historia. Los sevillanos sabemos que el muerto resucita. Si los sevillanos creyéramos que el muerto acaba en una tumba sin esperanza, seguramente hubiera sido Sevilla la ciudad que más lo llorara del mundo, la más entristecida, la más abatida por una pasión y muerte sin expectativas de encontrar un sepulcro vacío, con la Semana Santa más fúnebre todavía que la de Valladolid.
La primera vez que dije esto fue en 1982, en el salón de actos del Ateneo, abarrotado hasta el punto de acoger al público por patios y escaleras, mientras presentaba la tercera edición de la revista Sevilla Nuestra, que dirigí durante cuatro años. Y lo dije delante de la más alta autoridad espiritual que yo haya considerado jamás en mi vida: don Publio Escudero, capellán real de la Catedral y consiliario entonces de los Cursillos de Cristiandad, el sacerdote que mejor supo revelarme que mi Dios es un Dios vivo y de vivos, no un Dios muerto y de muertos. Y el final de la historia que bien nos sabemos los sevillanos es que el crucificado resucita. Conocemos cómo acaba la película de la Semana Santa. A muchos, después de escuchármela, les gustó la idea y continuaron divulgándola por artículos y pregones. Pero allí se dijo, por el menda, la primera vez.
Para un hombre que, como Carroquino, venía del norte (como si hubiera venido de Castilla) con una noción de luto y gravedad, de silencio y penitencia, de sobriedad y recogimiento, yo tenía que salirle al paso de lo que iba a encontrarse en Sevilla. O se lo sabía explicar, o lo perdíamos para siempre, desconcertado en cuanto viera lo que era aquí un Domingo de Ramos, con las calles llenas de gente, un trasiego incesante de alegría y complacencia, la admiración y el regocijo ante los pasos, visitando desde temprano los templos, con el estreno de nuevas ropas y las mujeres, bellísimas, menguando las suyas con las primeras bonanzas del clima primaveral, los barres atestados, apurando el único cáliz de las cervezas fresquitas, el tapeo de pavías de bacalao. Un ambientazo, vamos, lo menos parecido a un calvario. Y todo el mundo muy contento, contentísimo, con saludos de unos a otros como quienes se dan una mutua y recíproca enhorabuena. Un día pletórico de satisfacciones hasta el punto de sentirla incluso cuando se topa uno con el primer nazareno camino de su iglesia. Y se lo anuncié sin rodeos:
-Mira, Antonio, aquí sabemos que el muerto resucita.
Y esa fue la clave y la llave de Antonio Carroquino para abrirse a la comprensión de una ciudad absolutamente extraordinaria.
La Semana Santa de Sevilla no es más que un largo Domingo de Resurrección de siete días. Y ahí, en no entenderlo, es donde se contrarían todos los que desde hace años nos vienen una y otra vez con la cantinela de que a Sevilla le falta celebrar la Resurrección, que le falta celebrar lo más importante ¿Pero cómo que le falta celebrar la Resurrección? ¿Qué creen que hacemos desde el Domingo de Ramos hasta el Sábado Santo? Y empiezan con lo de profundizar en la Resurrección. ¡Qué pesados cuando empiezan con lo de profundizar! Profundizan más que Cousteau en un documental. Hay algo mucho mejor que un verbo tan pedante como profundizar, y es el verbo sentir. Por eso, mientras que nos acusan de no enterarnos del significado de la Resurrección, a mí me parece que son ellos los que no comprenden el de la Semana Santa de Sevilla, que está levantada y construida sobre un inmenso agradecimiento a Dios por haber regalado con Cristo a la Humanidad la victoria sobre la muerte.
De ahí que no deje de estrellarse el empeño de un paso con el Resucitado, por ubicarse en una Semana Santa que nunca lo necesitó, una Semana Santa en la que no encuentra el sitio que busca. Sencillamente porque ese paso ya lo ha visto Sevilla antes siete días seguidos.
Al amanecer del Domingo de Ramos, cuando en sus primeras luces el aire se viste de Giralda y la procesión de las palmas recorre bajo sus repiques azules de hosannas y aleluyas la calle Alemanes ¡ya es la Resurrección y la Vida!
Cuando La Paz viene por el Parque atravesando una verde y hermosa arboleda, que parece estar bordada con el mismo vaivén del blanco calado del palio, mientras oyes las primeras marchas triunfales acordes con una tarde de júbilo de sol ¡ya es la Resurrección y la Vida!
Cuando por la rampa del Salvador bajan los niños nazarenitos y la plaza contiene a duras penas una muchedumbre feliz de verlos dar sus primeros pasos cofrades de la mano de sus mayores, en esa tarde en la que los sembradores de la parábola salen a sembrar, mientras la infancia descubre maravillada que hay un Maestro al que hablarle de tú y de Padrenuestro ¡ya es la Resurrección y la Vida!
Cuando la banda sonora de la Semana Santa trae por las esquinas un vago eco lejano de Aguas o Estrella Sublime ¡ya es la Resurrección y la Vida!
Cuando nos agarramos al clavo ardiendo del Gran Poder, ese médico de la bata morada que recibe todo el año en su consulta de la Plaza de San Lorenzo, el que atraviesa nuestras calles por La Madrugada del escalofrío de verlo, tallado de errores humanos, esculpido por pecados nuestros, anotado en todas las listas de Schindler de la Historia en las que se ha vejado, torturado y asesinado al hombre... Y cuando adelanta el pie sin el que nuestras propias historias de superación y con su ayuda no serían las mismas ¡ya es la Resurrección y la Vida!
Cuando a un palio se le llama nave y a la muchedumbre marea por la que navegar desde una calle en Triana que se llama Pureza ¡Ya es la Resurrección y la Vida!
Cuando bajo el Arco regresa triunfal La Macarena con la misión cumplida de seguir sosteniendo el alma en vilo de esta ciudad, para que no se hunda nadie en sus problemas, para que nadie se venga abajo en sus angustias, para que vivamos bajo el imperio de su mirada valiente que desafía toda amenaza de rendirnos, entonces, entre aplausos y piropos enardecidos, entre saetas que cuentan su triunfo de fe y de belleza, entre cadencias musicales de su Esperanza en mayúscula, entonces ¡Ya es la Resurrección y la Vida!
Y cuando al puente lo cruza El Cachorro, anunciando su Muerte y proclamando su Resurrección en la enseña de un nazareno que porta en esa insignia todo el breve, conciso y verdadero guión de la Semana Santa de Sevilla ¡ya es la Resurrección y la Vida!
Ahí es donde nos entendió rotundamente y de inmediato un asturiano de adopción sevillana llamado Antonio Carroquino. Ahí es donde nos quiso para siempre y donde también para siempre lo ganamos con su esposa y con su hijo. Se enteró de esto donde muchos no se enteran, los del dale que dale con lo de profundizar. Anda que no es cargante lo de profundizar. Que Dios me ampare con ellos en la honda teología popular de aquellos versos que escribieron a Sevilla como Gloria de los cielos:
Y si alguien te pregunta y te dice que es mentira, y te dice que es mentira que le pregunten al Gran Poder: ¿Él, por qué vive en Sevilla?