
Llueve en Sevilla, y la ciudad, que sabe a incienso y espera, se arrodilla ante el cielo como si de un altar se tratase. Es Semana Santa y, sin embargo, las campanas repican a desconsuelo. Las vísperas llegaron con promesa de gloria, pero el telón de fondo es de nubes grises, como si el firmamento llorase los pecados del mundo. Las calles, que en otros días eran arterias de una liturgia viva, hoy se mojan en silencio. Triana se encoge bajo los aleros, Macarena se cubre el rostro con pañuelo de cielo plomizo, y San Bernardo guarda sus naranjos como custodias dormidas. Porque cuando Sevilla no ve el azul, le falta el alma. Las vísperas no son sólo la antesala del milagro, son el suspiro contenido de un pueblo que aguarda. Las túnicas planchadas cuelgan como promesas, y los costales descansan en rincones que saben de fe y de sacrificio. El capataz mira al cielo con la mirada del que suplica, no por él, sino por todos: por el nazareno anónimo, por la madre que vela, por el niño que espera su primera cofradía. Cada gota que cae sobre el Arenal, sobre la Alfalfa, sobre la Plaza del Pan, es una oración que se disuelve en la piedra. Llueve, y sin embargo, Sevilla no pierde su esperanza. Porque esta ciudad, tan barroca como valiente, sabe esperar. Y espera con una dignidad hecha de cirios apagados y partituras detenidas. Necesita su cielo azul como se necesita el aire: no por capricho, sino por destino. Ese azul que no es sólo color, sino identidad. Bandera no oficial, pero sagrada. El azul de la mañana del Domingo de Ramos, el azul que enmarca a la Giralda cuando los palios rozan los balcones. El azul que convierte el mármol en carne y la fe en verdad. Esta Semana Santa de vísperas lluviosas nos recuerda que no hay resurrección sin cruz, que no hay procesión sin paciencia, y que a veces, el milagro llega justo cuando nadie lo espera. Sevilla no se rinde. A pesar del agua, del viento, de los cielos cerrados, sigue mirando arriba, como sus vírgenes en los pasos, con los ojos abiertos al infinito. Porque aquí, donde la fe camina al ritmo del tambor y la saeta se eleva como perfume, basta con que se abra el cielo un instante para que toda la ciudad, entera y de rodillas, vuelva a creer. Y entonces, Sevilla será de nuevo Sevilla. Carlos Valera Real Presidente del ateneo de Triana

