El descendiente de Fermoselle, Carlos Funcia, fue galardonado el viernes con el premio de la sección relatos del concurso «PARA QUE NO SE OLVIDE MI PUEBLO», organizado por la Diputación de Zamora y la Fundación Personas, en el marco del VII Congreso Internacional Silver Economy, que se celebró en Zamora los días 27, 28 y 29 de noviembre.
El ganador, con fuertes raíces en nuestra villa, se ha alzado con el premio en la sección de relatos gracias a su emotiva pieza titulada «Lagartos», el cual trasciende la mera ficción para convertirse en una profunda meditación poética y geológica sobre el paso del tiempo en el enclave de la Santa Cruz de Fermoselle.
A través de la conversación y los sueños aletargados de dos lagartos que habitan el promontorio, el texto narra, en un vasto lapso de «millones de días», la sucesión de civilizaciones y cultos en ese mismo punto geográfico.
Este galardón es un reflejo de cómo la esencia de Fermoselle y de los Arribes del Duero sigue viva, manteniendo y honrando la memoria de nuestro pueblo a través del arte y la literatura. Agradecemos profundamente a Carlos Funcia por plasmar tan bellamente nuestras vivencias y por llevar el nombre de Fermoselle a lo más alto.

LAGARTOS EN LA SANTA CRUZ
Un águila planea sobre el arroyo Piélago; viene de la grieta hendida por el gran río y se fija en dos lagartos que duermen junto a un roble en el promontorio fermosellano de la Santa Cruz. Un súbito remolino de viento le obliga a virar la ruta y desaparece. El bufido despierta a los lagartos, que abren sus múltiples párpados, quieto el resto del cuerpo. El más joven suspira y murmura “bah, otro día”; el mayor bosteza y farfulla “como todos los días”. Se estiran: el sol ilumina sus escamas y dibuja collares sobre sus espinas dorsales. Tras este aseo, el más joven mira al norte y el mayor al sur.
Allá siguen esas dos rocas grandes –dice el joven.
¡Claro! –dice el mayor-, todos los días son iguales: acá siguen los altares que vieron nuestros ancestros, encastrados en esa choza que llaman ermita.
Un día me dijiste que los tatarabuelos de los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos, llamaron a esas rocas las ‘Cachas de Culo’; ¿Por qué? –pregunta el lagarto joven que mira al norte.
El mayor giró brevemente el cuello y dijo “porque a los grandes saurios, de los que venimos, les parecían espaldas de humanos, que llaman culos”. El lagarto joven hizo un largo bostezo y se volvió también al sur. De pronto, el roble junto a la roca sobre la que dormitaban dejó caer una melena de muérdago, que devoraron como desayuno antes de caer en un lento sopor.
Mientras los lagartos duermen, el tataranieto del tataranieto del tataranieto del gran saurio ve en la campa que mira al Piélago –que da al gran río Dur- a varios humanos de barba blanca, tapados sus culos y cuerpos con sayas, ante una piedra tallada con trazos sencillos bajo la que crepita una hoguera. Es la quinta luna: Cortan muérdago y lo hierven con miel y sangre de un toro negro que han sacrificado; luego liban la poción, pues creen que les da fuerza y les protege de venenos.
Pasaron millones de días y el altar, clavado en la tierra, se cubrió de líquenes. Un día los tatarabuelos de los tatarabuelos de los tatarabuelos de los lagartos vieron que, en el mismo lugar, un artesano tallaba otro altar con bosquejos de jóvenes apolíneos y hembras turgentes. Por los idus de maius, otros fornidos humanos con corazas y crestas en los cascos, cantaban ante él, y bebían el zumo agrio de las cepas del valle. Las corazas reflejaban luz de luna. Estos humanos llamaron a las Cachas de Culo Formosus Ocellum, que significa Ojo Bonito, porque desde allí la vista al gran río Durium era hermosa. Cientos de miles de días más tarde ese altar quedó disimulado por excrementos de aves.
Aletargados bajo el roble, los lagartos emiten un pequeño gruñido y siguen durmiendo. Ahora sueñan que los tatarabuelos de los tatarabuelos de sus tatarabuelos veían que las mismas corazas relucientes se postraban ante otra piedra, esculpida ésta con cruces, nimbos y gotas de sangre: comían pan, bebían vino de los bancales y cantaban melodías celestiales. Miles de días después esta nueva ara fue vieja, y quedó arrumbada entre el roquero.
Una bandada de tarabillas revolea el valle: los gorgeos desperezan a los lagartos, que mueven las pupilas en todas las direcciones, eructan y vuelven a cerrar sus ojos. Ahora imaginan en el lugar a otros humanos, venidos de la tierra de los toros negros, del norte del norte: son bravos, de frente amplia, cejas pobladas y occipucio sobresaliente. Estos labran un ara de piedra con árboles, animales y algunas letras. Dos lunas después del equinoccio de primavera, hincado el altar en la tierra, bailan en su torno y lo iluminan con teas de cazoleta, sobre las que arden brea y grasa de cerdo, y beben cebada macerada caliente.
“No es esta tierra de cebada”, piensan en su pesadilla los lagartos, así que no les extraña que decenas de miles de días después, los nórdicos de cogote pronunciado se entreguen al pan y al vino ante el altar de cruces, nimbos y sangre, que han desenterrado: a su derredor levantan una pequeña choza, piedra sobre piedra sin argamasa, zarzas y tierra en el techo. También enfrente, en el Formoso Ocello de las Cachas de Culo, hicieron algunas cabañas y pequeñas paredes de piedra. Pasaron otros cientos de miles de días y todas las aras fueron engullidas por la naturaleza.
Los tatarabuelos de los abuelos de los tatarabuelos de los lagartos ven ahora en la campa a unos morenos que, cuando hablan, parece que aspiran: llevan telas enrolladas en la cabeza, tallan piedras con estrellas y lunas y hacen sahumerios de mirra: todos los mediodías uno canta sobre el techo de la choza, y los demás replican tumbados en el suelo. En la novena luna ayunan durante 30 días. Miles de días después rescatan todas las aras y agrandan con ellas el garito de piedra sobre piedra.
Decenas de miles de días después, los morenos se fueron muy al sur, y cientos de miles de días más tarde, los tataranietos de los tataranietos de los tataranietos de los lagartos que les vieron llegar, están hechizados por comer muérdago: en el llano que mira al Piélago que da al Douro, hay una sólida cripta ahora llamada ermita, que tiene insertas en sus paredes externas las letras y aras que allí estaban desde siglos.
Están contentos hoy los lagartos: 50 días antes del estío los humanos celebran ahí la llegada del Espíritu Santo, el tercer vértice de su tríada divina. Hoy desayunan pan frito y beben una pócima amarga y caliente mientras suenan melodías que salen de los pífanos por los que soplan los humanos. A la tarde, los lagartos se darán un festín de carne y vísceras. Luego volverán junto al roble que gotea muérdago y miran con melancolía al arroyo Piélago -que desagua al Duero, que vierte al mar-, embrujados por los aleteos del águila de la grieta.

