Dejo esta foto de Juan Flores para recordar un día bonito, muy bonito: el día en el que acababa de nacer el pintor Miguel Caiceo. En ella estamos con el popular artista, que por eso mismo no necesito aclarar quién es, estamos de izquierda a derecha Cristóbal Cervantes, Cecilia Royo, un servidor, Miguel Gallardo -director de Sevilla Press-, Marina Bernal y Francisco Carrera.
He de ser sincero y advertir que yo no entiendo de pintura abstracta. Y que las calificaciones, los conceptos, las definiciones de lo que hemos visto centenares de asistentes estos pasados días en la sala de exposiciones del Restaurante Abades Triana, queda en manos de los expertos, de los que deben decirlo mucho mejor que uno.
El arte abstracto ha tenido que cargar siempre con el sambenito popular de que se trata de un timo, una especie de excusa en la que se amparan los que no saben hacerlo de otra forma. Es la manida idea de que hasta un niño lo haría mejor. Pero nunca es tarde para salir de nuestros propios errores.
Desde luego y sin ánimo de convencer a nadie sobre las excelencias pictóricas de Miguel Caiceo, yo no soy más -ni menos- que un afortunado distinguido por su amistad de muchos años, hasta el punto de convertirse en mi compadre apadrinando a Marta, la primera de mis dos hijas. Llevo conviviendo durante muchas horas, muchos acontecimientos, artísticos y personales, al lado de un ser humano bien infrecuente en sentir inquietudes. Realmente Miguel Caiceo se halla en las antípodas de Doña Paca, para mayor gloria de su capacidad interpretativa. Salvo sentirse y ser sentido genuinamente como alguien bien cercano y próximo a la gente más sencilla, hay poco de común entre una limpiadora harta de quitar el polvo por los rincones y un hombre cultísimo en historia y obras de arte, un experto coleccionista, que llegó a regentar una de las tiendas más relevantes del Rastro madrileño y que ha levantado unas magníficas casas por varios puntos de España, tocándole a Sevilla dos de ellas, que no tienen desperdicio sólo consideradas como rehabilitaciones de lo que fue esta ciudad.
He hablado mucho de pintura con Miguel Caiceo. O mejor y más justo, él me ha enseñado y yo le he escuchado atentamente, he seguido sus explicaciones ante las obras del Reina Sofía, Bellas Artes de Sevilla, las incontables muestras antológicas que hemos visitado juntos, la mismísima colección de Bellver en su casa palacio de la Plaza del Museo Lo de Miguel con el arte es tan natural como haber nacido con sus brazos y las piernas. El arte es para él una mano a la que se agarra desde chico. Lo ha guiado por casi todo lo que ha hecho en esta vida. Ha ayudado todos sus pasos hasta extremos incalculables, que nadie podría imaginar si no se cuentan. Cuando su padre murió en la Residencia del Pozo Santo y allí mismo las monjas ubicaron en un hermoso salón la capilla ardiente, le calmaba el dolor pensar que en aquel trance el cuerpo sin vida de su progenitor se hallaba al menos rodeado por obras pictóricas del XVII. Le daba horror imaginar que otras circunstancias hubieran situado la escena en un moderno tanatorio. Increíble Miguel. Maravilloso Miguel. Único Miguel.
Yo sé bien que el pintor ha visto la luz después de una larga gestación. No hay casualidad ni ligereza en sus cuadros. Hay reflexión y honradez, consigo mismo y con el público. No ha dado un trazo que tome el pelo a nadie. Esa es una incapacidad natural en él no sólo pintando, sino en todo lo que lleva a cabo. Tampoco está escudándose en el informalismo abstracto -así le llaman, mire usted, a lo que pinta- porque huya de un mundo figurado que no sepa plasmar. Al contrario: lo hace y muy digno.
Los que entienden de esto ya le llevan y traen por otras salas para que se conozca su bien llamada primera obra, el título de esta muestra inicial, vendida ya prácticamente. Los que entienden de esto, digo. Yo no. Pero puedo asegurar que alcanzo hasta saber que en medio de sus cuadros uno se encuentra arropado por el dulce y agradable envoltorio del gusto y la elegancia.
José María Fuertes