Yo no conocía al único varón de Joaquín Moeckel. Pero me encontré con un cromo, uno de esos niños propios de películas americanas, guapísimo, rubio y con ojos azules, de los que ocupan justificadamente la pantalla a base de primerísimos planos. Comprenderán que un cámara se frota las manos cuando la realidad le sirve la fotogenia perfecta, la estética sin la cual y por mucho que se esfuerce en su trabajo se queda a medio gas en los resultados. Pero iba a estar todo. Desde el protagonista hasta los elementos ambientales más adecuados.
Como empezaríamos por los momentos en que padre e hijo se vestirían de acólito y nazareno en el domicilio familiar, hay que aclarar que la casa de Moeckel, una amplia vivienda de varias plantas en el corazón del barrio del Arenal, favorecía extraordinariamente la atmósfera requerida para semejante ritual. Sí, ritual. Porque, explico para aquellos que me leen desde muy lejos de nuestra tierra, vestirse de nazareno en Sevilla es un preludio oculto e íntimo de cada tarde de la Semana Santa. El hogar de cada cual lo guarda y preserva de las calles y sus bullas.
Hay algo de sacristía en las habitaciones donde se hace, en este caso el dormitorio de Joaquín Moeckel. Si me apuran, ya que se trata de una casa muy cerca de la Real Maestranza, también se respira un cierto clima semejante al de la ceremonia con que un torero se coloca su traje de luces. Incluso el beso a las medallas, inmediatamente antes de colgarlas al cuello, evoca el que un diestro da a las estampas de su capilla. Hasta la palabra suerte persigue redondear una sucesión de momentos tan trascendentes como ilusionantes. Parecería la única ocasión en la que es posible la felicidad mientras la muerte y la vida se estrechan las manos. Pero es que la cara de gozo de un niño con su padre es el contrapunto que espera a un Cristo fallecido sobre el regazo de la Piedad. Nada guardaría relación entre esa alegría y un Calvario si no fuera porque estamos en Sevilla. Y ahí empieza una de las primeras dificultades que encuentran los extraños a nuestra naturaleza para poder comprendernos. Ahí empiezan las preguntas sobre las aparentes y escandalosas contradicciones de una ciudad única. Joaquín Moeckel, aun con su ascendencia germana, está hecho para ella. Y en esos momentos se encuentra edificando también para Sevilla el alma de su hijo.
Es un hombre singular como no hay dos. Y crea una especie de adicción de la amistad cuando te la brinda como lo ha hecho siempre conmigo. Le necesitas porque aprendes muchas cosas. No me asombra que un periodista todoterreno como José Félix Machuca escribiera sobre Moeckel nada menos que un libro titulado La fuerza de un carácter. Es energía pura, entusiasmo que se contagia, conciencia de tu privilegio de haberlo conocido, un máquina total de ideas rotundas y seguras; que tendrá sus puntos débiles, que los tiene, pero hasta por ellos es grande, le dan una personalidad mayúscula, igual que un interior conventual de Grosso vale tanto por sus luces como por sus sombras.
Todos saben en esa casa que algo importantísimo está sucediendo, en una hora temprana de la tarde de una relevancia incomparable con cualquier otra de cualquier otro día. Por eso ayudan al pequeño su madre y sus dos hermanas, Blanca y Marta. E incluso un testigo de excepción, una más de la casa, Rocío Herrera -la hija del famoso Carlos-.
Los exteriores se grabaron por distintos lugares del itinerario de las cofradías de Los Estudiantes y El Baratillo. Realmente quedó un testimonio tan denso como ágil de ritmo, en el que elegí como leitmotiv insuperable la música de Manuel Marvizón, interpretadas sus marchas por la Sinfónica de Bratislava, para dotar de factura cinematográfica al conjunto de las imágenes.
Al final de estas líneas, reveladoras de la identidad del nazareno y el monaguillo con los que ABC anunció el Pregón de la Semana Santa por Antonio Burgos, pido disculpas a Joaquín Moeckel, que en todo momento quiso descartar el más mínimo ánimo de exhibicionismo y vanidad. Sólo pensó en su hijo y supo calcular, más allá de un valor sentimental en la actualidad, la importancia que ese reportaje cobrará con el paso de los años. Yo comprendí, una vez más, porqué de la infancia recordamos de las madres, sobre todo los besos; y de los padres, las manos.
José María Fuertes