Si tú avanzas por tu vida, avanzas por tu voz. Esto lo saben los grandes cantantes. Sólo los grandes. Es lo que le pasó a Chavela Vargas. Con avanzar por la vida no me refiero a que se cumplan años, unos detrás de otros, sino que se sientan latidos en el corazón. Si uno consigue que el mejor viaje de los emprendidos haya sido el de recorrer la mayor cantidad posible de espacios del alma, entonces ha explorado parte de los lugares más fascinantes por los que pueda transitar un ser humano. Lo más apasionante no está fuera de nosotros, está dentro. Y es también lo más difícil y arriesgado. Atreverse con uno mismo es alpinismo puro, araña la ropa, desgarra los pantalones y deja tejido entre las rocas. Y todo eso se escribe en la voz, acaba sonando en ella.
La voz es un termómetro. Pongo un sencillo ejemplo demostrativo: basta con que oigamos a alguien por teléfono para que captemos su ánimo, si está triste o alegre, malhumorado o feliz, si tiene el timbre de siempre o padece una afonía; incluso podemos percatarnos inmediatamente, a las primeras palabras, de si está empezando a coger un resfriado. Y de ese termómetro los cantantes conocen hasta sus décimas. Se miden diariamente a través de la voz, en la exigencia imprescindible de darlo todo al público, de grabar sus discos sabiendo que quedarán para siempre. Y también saben, más allá de la sencilla impresión acerca de si una voz está tomada o no, que puede llevar el color de nuestra historia, el registro de nuestras experiencias más importantes, la tesitura de nuestro balance vital.
Acaba de estar en Sevilla una voz como un libro, llena de páginas que se leen incluso bajo las líneas de los versos que canta. Es la voz de Julio Iglesias. Y cruza, una y otra vez desde hace décadas, por los cinco continentes de este planeta.
Admiro profundamente a Julio Iglesias en muchos sentidos, no sólo como artista. Me gustan los luchadores, los supervivientes como él. Conozco a fondo su larga y enorme biografía de esfuerzos sobrehumanos que dan conciencia de lo que podemos conseguir en esta vida con tenacidad y sin desmayo. Un simple botón de muestra: Después del accidente automovilístico que a punto estuvo de costarle la vida, en un ejercicio encomiable de voluntad férrea, llegó a comer la carne cruda, sin freír, para acelerar el proceso de su recuperación muscular. Y alguna vez he resumido la larga y cruel distancia de su ahínco para conseguir el éxito, diciendo que el hombre que empezando su carrera no sabía dónde colocar las manos, logró estrecharlas con las de Sinatra. Y todo eso suena en la voz de Julio Iglesias.
No es una voz grande, pero es una voz intensa, como su propia vida, construida con los carísimos materiales de la voluntad inquebrantable, una disciplina de acero y la fe en sí mismo.
¿A qué negarlo? Como ser humano me he mirado muchas veces en Julio Iglesias, aunque nuestras vidas estén a años luz la una de la otra; porque yo pertenezco al común de los mortales que se levanta y se acuesta cada día en la misma ciudad, y él puede despertarse en New York y dormirse en Roma. O desayunar frugalmente en Punta Cana y cenar centollos en La Coruña. Eso por decir algo. Pero le debo en parte el espejo de mi supervivencia, saber que por mucho que se tuerzan las cosas, a todo hombre que no se rinde le espera, más tarde o más temprano, su premio en Benidorm. La primera vez que escuché eso de superviviente fue por él. Tenemos una gran amiga en común que se llama Adriana Kaplan, que fue pareja de Paco Lobatón, y es una argentina que trabajó algún tiempo con el artista y se encarga ahora de preparar a las nuevas figuras de la televisión. Por ella sé de las soledades del ídolo cuando se olvidó de vivir, aburrido de éxito antes de que su auténtico triunfo se llamara Miranda.
Pero las conquistas amorosas son la superficie de Julio Iglesias. La gran periodista radiofónica Chere Hidalgo me ha confesado que se sublevaba ayer cuando comprobaba, en rueda de prensa, que las preguntas de sus compañeros consistían en buscar cotilleos sobre las parejas que tuvo el afamado intérprete. Y estoy de acuerdo con ella en que eso es desperdiciar la presencia de Julio Iglesias ante tus narices. Bajo la piel de un hombre que ha seducido a todos los países y en todos los idiomas, corre una sangre nada común de superación constante. Ese es el único personaje que me interesa. Un día me confió Cristina Tárrega, a la vuelta de verse con el artista en su mansión de Indian Creek:
-Pepe, Julio nunca se relaja.
Hoy, ahora, canta mejor que antes, porque antes le quedaba por vivir ese lugar de la voz que modulan las luces y las sombras, los aciertos y los errores, el placer y el dolor, las virtudes y los pecados, la salvación y las cadenas.
Yo creo que Dios regaló a Julio Iglesias, por encima de todos, el don del agridulce sonido de la melancolía, que viene a ser el viejo sonido de las dos grandes mitades de la vida entre conseguir el amor o no encontrarlo. Manuel Alejandro dice que Julio Iglesias, cuando canta, le pone un visón a las canciones. Es una forma acertada de definir su elegancia. Y a la vida de millones de personas que han comprado sus discos en todo el mundo, pienso que Julio Iglesias les ha ofrecido el amparo de su ternura en esos difíciles momentos en los que, a veces, no te queda más que oír una canción.