En esta Sevilla adulterada puesta en almoneda para beneficio de empresas turísticas y el querido gremio de hostelería, vulgo de bares y restaurantes, cada vez cuesta más trabajo reconocer la personalidad de los barrios clásicos. Una cosa es un barrio y otra una barriada. Esta segunda es de por sí despersonalizada y carente de una memoria colectiva. Hay algunas que pueden adquirir ya la calificación de barrio, como el Cerro del Águila, Nervión, Heliópolis, el Tiro Línea, el Porvenir o Los Remedios. Todo es cuestión de literatura. Salvador Távora, Manuel Ferrand o Juan Sierra han elevado la imagen literaria de sus lugares de residencia dotando de identidad a barrios de sólo varias décadas de existencia.
En la Sevilla intramuros se sabía diferenciar perfectamente el contexto peculiar y la idiosincrasia de sus moradores. No era lo mismo ser de Triana que de la Puerta Real, de la Puerta Osario que de la Calzá, de la Macarena que de San Bernardo, de la Alfalfa que del Arenal. Había diferencias, no sólo sociales, sino de forma de ser, de entender la existencia. Esto, evidentemente, corresponde ya al pasado. La uniformidad y la vulgarización dominan las tendencias actuales y la globalización ha entrado de lleno en la vida cotidiana de los sevillanos, por mucho que nos sigan considerando folclóricos y chauvinistas.
El barrio de San Lorenzo es el que quizás goce de más literatura. La memoria y la añoranza de un tiempo pasado que no necesariamente tuvo que ser mejor, han quedado reflejadas en las obras de Bécquer, Murube, Laffon, Montesinos, Enrique Esquivias, Íñigo Ybarra, Ramón Cañizares, Álvaro Pastor, entre otros, a los que se suma Francisco Gallardo.
El recientemente publicado Cuaderno de San Lorenzo de este médico y escritor sevillano quedará para los anales del barrio, de Sevilla y de esa prosa que pretende ser más que una mera unión de palabras. El recuerdo de las tabernas a las que acudía de niño con su padre, la imagen de la Plaza de San Lorenzo inundada en la última riada, el Gran Poder en su anterior capilla de la parroquia, las corseterías, las casas de vecinos, el afilador, las tiendas de ultramarinos. Sólo permanece el canto de los gorriones por las mañanas en los árboles de la plaza, el toque de las esquilas de los conventos de Santa Ana y Santa Rosalía y el vuelo de los vencejos al atardecer. Ocnos y Albanio renacen en San Lorenzo.