Tenía uno tres madres y ya no le queda ninguna. Ahora si que la casa de Manzanilla, la del soberao para el trigo, niño, eso no se come hasta que se haga pan, la del pozo con agua de siglos, niño no te asomes tanto que te vas a ir detrás, se ha quedado vacía. Ahora sí que la casa de la calle Castellar, con su azotea blanca donde posaban, con ropas negras, las chicas yeyé, la vida es una tómbola, tómbola, de luz y de color. Donde la abuela María Jesús multiplicaba el pan y los peces. Ahora sí, que se ha quedado desierta la casa donde las tardes de los domingos pasaban lentas hasta que aparecía el bueno del tío Toba con su moto fantástica y su chupa de cuero, que nada tenía que envidiar a la de James Dean. Era un rebelde con causa, el amor insobornable a la tía Lela. que también se fue a algún lugar, cerca de las estrellas, donde sigue cocinando sus sublimes garbanzos de Escacena con acelgas, para cuando llegue un servidor. Madre, no te preocupes por nosotros cuatro. Nos hemos quedado huérfanos de tanta buena madre, pero pedir más, hubiera sido una exageración. Hace muchos años, en otro siglo, tantos que parecen una eternidad, Vicente Tortajada me dijo: ¡Qué suerte tienes de ser sobrino de la señorita Luna¡. Estábamos en el patio de San Laureano, en una de esa noches fugaces de la juventud. El exquisito poeta había sido uno de los alumnos preferidos de la tía Luna que aún lo recordaba con mucho cariño, como si aún siguiera siendo un niño. La tía Luna fue una elegante señora vestida con las fascinantes telas de la calle Puente Pellón que no le hizo ascos a la revolución, esas escaleras mecánicas, se movían solas, de El Corte Inglés. Se prestaba la mínima atención pero tuvo una legión de "pretendientes" que no consiguieron seducir a aquella bella muchacha que aprendía mecanografía y taquigrafía para cazar la rapidez de las palabras al vuelo. No tuvo hijos, ni hijas, pero tuvo los hijos y las hijas de los demás. Y las sobrinas, los sobrinos, que esta noche lloran por esa luz de la ventana que ya, ay, no se va a encender más, al principio de la Alameda. Estuvo siempre al pie de la cama de los enfermos, del sufrimiento de los demás, al otro lado de la reja de un preso bueno que se ha ido antes que tú porque no quería ver cómo tú te ibas. Bendita samaritana: no he conocido a nadie más generosa con su tiempo que tú. La tía Luna me enseñó muchas cosas mágicas. La primera, que se podía viajar sin moverse del sitio. Una tarde, tendría un servidor ocho o nueve años, llegó a la casa del patio blanco y las macetas verdes, con un regalo impagable. Un libro de gruesas pastas rojas en las que se podía leer, con letras doradas: "Viaje al centro de la tierra". Desde entonces, no he dejado de viajar sin mover las piernas. Ayer, maldita sea, se fue, aprovechando ese momento indolente de la tarde, en el que empieza a oscurecer y, cuando se está cansada de vida, el corazón se abandona para convertirse en una triste línea recta de un papel de electrocardiograma. Ha sido como tú, con la mente ya ida, me contabas, la última vez que te he visto viva: Ha venido la abuela Maria Jesus, tu madre, en un tren. ha bajado al andén, te ha tomado de la mano y te ha subido con ella al vagón sereno de la eternidad. Y ahora, ¿Quién me va a comprar libros de Julio Verne?