La ciudad forma su fisonomía, al igual que la persona su carácter, gracias a los cambios que a lo largo de los años, con aciertos y aprendiendo de los errores, la fueron modelando.
La persona, al igual que las ciudades, tiene elementos básicos inalterables, que no se cambian, a menos que todavía esté en formación y el carácter no se tenga definido, o bien que la debilidad forme parte de tan voluble humanidad.
La ciudad, al igual que la persona, no puede, una vez alcanzado un cierto reconocimiento, cambiar su impronta, su marcada dirección, con la misma facilidad de la veleta a los caprichosos vaivenes de los vientos que soplen, tampoco la persona, al igual que la ciudad, debe de someterse a perder su identidad por imposiciones de unas modas siempre pasajeras.
Bien es cierto que el hábito no hace al monje, pero el tricornio tiene su carácter, tal vez sea por eso que la vestimenta talar y el charol tengan el efecto identificativo, como elementos indubitados, para saber fehacientemente ante quien nos encontramos.
Otra cosa es el disfraz, ahí cabe todo. La persona, al igual que la ciudad, gusta del travestismo en las bromas, pero otra cosa sería que se esté en la broma de forma permanente, en cuyo caso se puede cuestionar la identidad tanto del individuo, como de la ciudad.
Así pues, como en la normalidad a nadie se le ocurre vestir de nazareno de cola en la noche del pescaito, ni lucir un vestido de faralaes de talle bajo con volantes, un jueves santo, de igual modo, no parece razonable que alguien piense que, por bonito que quede, se deba pintar de gualda la Giralda, ni colocar las icónicas fungiformes en el centro histórico, a menos que algo falle.