
En una entrevista a Francisco Ayala publicada recientemente en un diario de tirada nacional, donde se le preguntaba acerca del compromiso humano y literario que ha mantenido durante sus cien años de vida, el escritor granadino respondía citando a Ortega y Gasset, al considerarse a sí mismo producto de un contexto determinado. Movido por la curiosidad, me esforcé en identificar una figura de similares características en la actualidad y deduje que si el ensayista, novelista y académico es fruto de unas circunstancias pasadas ya extintas, el Mocito Feliz, al que conocí durante una guardia a Ortega Cano en el hospital Virgen Macarena, sería un personaje muy representativo de nuestra época. Para quien no lo sepa, trabajo como redactor para una agencia de noticias especializada en periodismo del corazón, tanto en prensa como en televisión, y con una delegación en Sevilla. El Mocito Feliz, del que mis compañeros de profesión huyen como de la peste, es un hombre de unos cuarenta y tantos, de silueta oronda y una barba espesa que oculta un gesto alelado, como tocado permanentemente por los efectos secundarios de una fuerte medicación. Ataviado con un gorro de pastorcito que cubría su alopécico cráneo y con un número atrasado de la gaceta solidaria El colectivo pendido con alfileres de la pechera, El Mocito Feliz hacía guardia en la entrada de la clínica donde permanecía ingresada la madre del torero con una peculiar pretensión: colarse dentro del plano cuando las cámaras se abalanzaran sobre el viudo de Rocío Jurado. El Mocito Feliz, que aprueba orgulloso su sobrenombre, vibraba mientras me explicaba su cometido allí, que no era otro que compartir los flashes con un famoso y reconocerse más tarde en las revistas y en los programas de cotilleo. De una bolsa de plástico del Carrefour, una suerte de hemeroteca de saldo de sus proezas, extrajo un ejemplar arrugado de Pronto, abriéndolo por el artículo del entierro de Juan de la Rosa, secretario personal de la folclórica chipionera. Me indicó una fotografía donde aparecía Rocío Carrasco acompañada de su novio Fidel, protegiéndose de la lluvia bajo un paraguas, visiblemente afectados por la reciente pérdida, y en un segundo plano, asomándose por detrás de sus hombros, el Mocito Feliz, como un espectro ávido de reivindicar su pedacito de gloria. Se mostraba dispuesto a pasar mil penurias y a sacrificarse por su causa: duerme en un alberge, compartiendo catre con los africanos que venden pañuelitos en los semáforos, y dilapida su paga por invalidez mental y las perrillas que se saca encasquetando periódicos caducados a los viandantes en desplazarse hasta los puntos donde acontece la noticia. Estas renuncias del Mocito Feliz en pos de la notoriedad han rendido sus frutos porque, a pesar de su corpulencia física y su apariencia indiscreta, ostenta el mérito de haberse colado en lugares inaccesibles para los paparazzis más curtidos y el de haber conseguido que algunas personalidades conocidas se resignen a tenerlo encima, tras sus intentos frustrados por disuadirlo. Tan sólo un objetivo se le continúa resistiendo; aunque le dedicaron un vídeo en el magazín rosa ¿Dónde estás corazón? que hacía repaso de todas sus intrusiones caraduras, este sucedáneo mediático de Wally conserva la ilusión de que lo inviten a Dolce Vita, para codearse con Coto y Kiko Matamoros y convertirse por un instante en el centro de atención del público y los tertulianos. Hasta que llegue ese día, El Mocito Feliz sigue haciendo guardias a cantantes y toreros, protegiéndose de las inclemencias del tiempo con su gorro de piel de borrego y su impermeable de teniente de la benemérita.

