
Escuchaba de joven Corazón loco, la versión aflamencada de Bambino. A mi padre le gustaba más la versión de Antonio Machín, en plan bolero, me dice dejando en la barra el gintonic perfumado con pimienta de Jamaica. Una, tímida y sumisa, vive a sesenta metros de su casa. Para encontrarse con ella le basta con bajar la misma acera. La otra, altiva y desdeñosa, vive a sesenta kilómetros de su casa. Para encontrarse con ella debe coger la autopista y pagar peaje. No las ama por igual, al sesenta y al cuarenta por ciento, por así decirlo, me dice como si el amor fuera un porcentaje. Para encontrarse con una se viste sin fijarse en los detalles. No sabría decir de qué color era el suéter que se pone después de haberla amado. Para reunirse con la otra pasa tiempo delante del espejo, buscando el ángulo que dé más lustre a su traje de chaqueta. Sabría contar los pliegues del vestido de seda que se pone después de haberla buscado sin encontrarla. A una la ama a un sesenta por ciento y la desea a un cuarenta. A la otra la ama a un cuarenta por ciento y la desea a un sesenta. No se puede amar a dos mujeres a la vez y no estar loco. Le pregunto en qué estado civil considera que se encuentra. Soltero, me responde tras pedir otros dos gintonic. En los pubs siempre hay una mujer sonriente que escucha, impasible, naufragios de amor. Le propongo que escriba una novela, todo es ponerse. Las matemáticas del amor, podría titularse, o algo parecido. Una novela corta, por supuesto, que escribir no es sufrir. Donde cuente que con las dos vive un sesenta por ciento de ilusión y un cuarenta de angustia. En el pub no suena Bambino. Mejor que la novela se llame Corazón loco, le digo.

