Vuelvo de jugarme peligrosamente mi acreditación y consideración como cronista del concierto de Raphael en el Club Vera de Mar, en la onubense playa de La Antilla. Por los pelos me he librado de quedarme en blanco, desconcertado, sin palabras precisamente cuando se trata de tenerlas, cuando se espera de ti que escribas las mejores. Si no llega a ser porque me reanima el aire de la bella madrugada de Huelva, regresando en coche a Sevilla entre pinos y eucaliptos de mentas marineras, si no llega a ser porque hago ese viaje con mi buen amigo Álvaro Vázquez Silva, el hijo de la leyenda Pepe Luis, que me asegura asombrado que ha visto y oído lo mismo que yo, a estas horas entro en coma en el arrogante oficio de la crítica. Si esto de Raphael sigue así después de cincuenta y tres años en la música, yo no sé lo mal que vamos a acabar los buscadores de metáforas y contadores de lo incontable.
Esto de Raphael ya no es sólo un artista, por más colosal que lo sea. Esto de Raphael abarca una lectura que supera referir datos de éxitos ininterrumpidos por todo el mundo, aplausos interminables en los cinco continentes, condecoraciones internacionales, reconocimientos multitudinarios, cifras desorbitadas de hitos sólo a su alcance. Esto de Raphael, cuando te dicen que posee el único disco de uranio que se conoce por haber vendido más de cincuenta millones de discos, llega a hacerte preguntar:
-Vale, ¿y qué?
Raphael ya está más allá, plus ultra, del uranio. Me importa un bledo el uranio cuando llego a La Antilla cayendo la tarde, el artista aún está ensayando, y sorprendo a dos jovencitas de apenas catorce años que intentan averiguar qué hueco de una alambrada les puede permitir divisar a Raphael.
-Pero a vosotras ¿os gusta Raphael? -Mucho, nuestra canción favorita es Escándalo.
Les confieso entonces que a mis hijas les pasa lo mismo y que María, de nueve años, se sabe de memoria Provocación.
Me importa un pito el uranio cuando presencio la larga procesión de las colas entrando en el Vera de Mar, que parecen formarse de devotos más que de admiradores, y contemplo el lleno absoluto de las gradas, y abarrotadas las terrazas del club como si fueran a desplomarse, y los balcones de los altos bloques colindantes arracimados de gente como si estuviéramos en la Resolana cuando pasa La Macarena.
¡Madre mía, esto de Raphael! Me importa poco el uranio cuando al público, puesto en pie sencillamente porque no tiene donde arrodillarse, parecen arderle las palmas de las manos mientras lo ovaciona incansablemente.
¿Uranio? Aquí, ahora mismo, en La Antilla, está el más preciado metal de una incesante complicidad de amor y respeto de muchos años entre el artista y el público. ¿Uranio? ¡Bah! ¿Cómo se puede cantar así durante dos horas y tres cuartos sin descanso, sin intermedio? ¿Qué sorprendente genética es esta que pareciera un play back del comienzo de su carrera?
No me acabo de bajar del autobús de Raphael y siento, cuando lo escucho, una extraña sensación de regreso vocal indescriptible. Con un sonido orquestal exquisito que no me cabe duda está en manos del organigrama acústico de un gran ingeniero. Con un pianista excepcional que no toca el piano, sino que lo acaricia. Y unos arreglos musicales que emanan desde lo más hondo de la década prodigiosa de la que Raphael partió un buen día, como si en ellos no sonara sólo el propio Raphael más originario, sino el conjunto completo de evocaciones de una época inolvidable, como si sus canciones fueran la capa superior de una era con los arreglos de Ivor Raymonde para Los Bravos en las producciones de Alain Milhaud.
¿Uranio cuentan? Me da igual eso cuando miro, bloqueado, esta especie de refugio para miles de personas que es su arte, un reducto de sueños y estrellas escrito con guiones de Perales o Manuel Alejandro, esta burbuja de oro de ley purísimo de la honradez artística, de un hombre que lo da todo, que lo devuelve todo, que no se queda con nada de los demás, que no defrauda ni evade un solo céntimo recaudado en taquilla. Emocionan sus canciones, desde luego, aquellas que surgieron cuando pasó de la niñez a los asuntos, cuando pasó de la niñez a su garganta; conmueven sus interpretaciones; pero a estas alturas de Raphael, su disco de uranio es la mera anécdota de un artista honradísimo, sin trampas ni cartones, ahora que tantos se dedican a robarnos.