En estos días atrás, el dolor era tan insoportable que ni siquiera leía EL PAÍS. Cuando me lo comentaron sus hijos comprendí que su estado tenía que ser peor de lo que aparentaba, pues renunciar a la lectura del diario, su diario, era un signo inequívoco de que había comenzado a desinteresarse por la vida. Todos sabíamos que pertenecía a la estirpe de los que mueren con las botas puestas. Por eso, frente a las insidias de la enfermedad y el sufrimiento luchó por mantenerse erguido y activo hasta el último minuto.
Conocí a Jesús en el invierno de 1975, a los postres de una conferencia pronunciada por Francisco Fernández Ordóñez en el Club Siglo XXI. Paco y yo habíamos contribuido, cada uno a nuestra manera, a la tímida apertura política que intentaron tras el asesinato de Carrero Blanco algunos franquistas deseosos de convertirse a la democracia con la complicidad, más o menos evidente, de sectores de la oposición. Por aquel entonces Jesús acompañaba en su andadura política a Dionisio Ridruejo, el único auténtico referente ideológico que ha tenido en su vida. Tras la conferencia, se me acercó y me dijo escuetamente:
- Tenemos que hablar de EL PAÍS.
Ahí comenzó una relación que ha durado treinta y dos años.
Jesús Polanco ha sido, sin género de dudas, la persona con la que he hablado más horas en mi vida, y yo debo ser también con quien más tiempo ha pasado él conversando desde aquel encuentro en Madrid. Pese a nuestra diferencia de edad, mantuvimos una amistad profunda marcada por el respeto mutuo, la coincidencia de criterios y la persecución de objetivos comunes. Durante más de tres décadas, sus enemigos y los míos, y los enemigos de lo que EL PAÍS representa en la sociedad española, pugnaron repetidas veces por romper los lazos que nos hermanaron en tantas cosas. Nunca consiguieron generar entre nosotros la más mínima grieta. Eso no significa que no discutiéramos, incluso con acrimonia, en multitud de ocasiones. Jesús era un dialéctico por naturaleza y gustaba de cuestionarse hasta sus propias afirmaciones, expresadas muy a menudo con total rotundidad. Sobre todo en los años difíciles de la Transición, no era infrecuente que discrepáramos con acaloramiento. Pero habíamos sellado entre nosotros una alianza de sangre en torno al propósito fundacional de EL PAÍS. Éste es el único secreto, un secreto a voces, de nuestra estrechísima relación que nunca se vio enturbiada por la sospecha propia ni la maledicencia ajena. Así se lo expliqué una vez a Ignacio Polanco, que me apuntaba lo peculiar y admirable de la amistad entre los dos. Es muy fácil, le dije, se llama lealtad mutua. Él me permitió hacer el periódico que yo quería y lo defendió ante los numerosos ataques que recibíamos. Sin él, EL PAÍS no habría existido, no como lo conocemos. Por eso era tan mal signo el que hubiera decidido dejar de leerlo.
El primer juramento de esa alianza lo rubricamos en un restaurante de Madrid en marzo de 1976. Le invité a comer después de un encendido debate que habíamos tenido con nuestro presidente respecto a la gobernanza de la redacción del periódico, cuya absoluta responsabilidad yo reclamaba para el director. Yo no te fallaré, le dije, y para mí el único interlocutor en la empresa eres tú, como consejero delegado. Me contestó que su único interlocutor en el diario sería yo como director. Este pacto lo mantuvo luego con cuantos han ejercido la máxima responsabilidad en el periódico.
A él le gustaba recordar que cuando EL PAÍS tuvo el inicial éxito fulgurante que ni siquiera nosotros esperábamos empezaron todos nuestros problemas, fácilmente resumibles en uno: cómo defender la independencia del diario frente a las presiones y ambiciones de todo tipo que conspiraban contra ella. Jesús Polanco jugó un papel esencial en ello. Gracias a su éxito empresarial en Santillana pudo aportar el pulmón financiero que nos permitió a los periodistas respirar con libertad. Él avaló personalmente la primera rotativa de EL PAÍS, pagó de su bolsillo la nómina de la empresa un mes antes de que apareciera el diario, creyó en el proyecto cuando nadie creía y no se cubrían las ampliaciones de capital, amparó como editor la línea progresista del periódico, lideró la empresa, apostó por su futuro y se embarcó en la navegación acompañado de un equipo humano que dirigía alguien que apenas acababa de cumplir los 31 años. Tantas muestras de lealtad hacia los profesionales explican mejor que nada su manera de ser y de hacer como empresario.
Jesús Polanco solía insistir en la peculiaridad de PRISA como grupo de empresas. Su objetivo, como el de cualquier otra actividad productiva, es ganar dinero, pero sus motivaciones son más amplias y esenciales. EL PAÍS nació para contribuir a la construcción de la democracia y a la modernización social de España. Eso es algo que él tuvo siempre muy claro, y no cesó de recordarlo en intervenciones públicas y privadas. La última de éstas, muy sonada, fue en la Junta General de Accionistas de PRISA el pasado mes de marzo. En respuesta a preguntas de un asistente insistió en la independencia del periódico, mencionó los frecuentes problemas que tiene con el poder constituido, y reclamó al tiempo una derecha más democrática y constructiva, menos mirando hacia el pasado. Sus palabras no gustaron al principal partido de la oposición que no sólo declaró un boicot a las empresas presididas por Jesús sino que le distinguió con ninguneos y ausencias inmerecidas para quien tanto ha contribuido a la cultura y la información en nuestro país, y a la presencia de lo español en toda la América Latina.
Polanco fue un empresario de éxito y un hombre influyente, quizás hasta poderoso. Pero era difícil reconocerlo en los perfiles y retratos que con insidiosa inquina prodigaban de él algunos de sus competidores y adversarios. Jesús comentaba jocoso que estaba deseando conocer a ese Polanco tan denostado del que hablaban en la radio, pues a juzgar por lo que le atacaban le parecía que debía ser alguien interesante. Nunca se comportó como el magnate a lo Ciudadano Kane con quien trataban de identificarle. Siempre contempló sus empresas como el fruto de la actividad de un grupo de amigos que nos dedicamos a hacer cosas que nos divierten. Su legado principal es un ejemplo de trabajo y honestidad, por lo que tampoco permitió jamás que el éxito económico y la adulación barata le condujeran por un camino equivocado. Comedido y austero, disfrutó de la vida sin abusos, luchó contra la soledad inevitable que rodea a los triunfadores y soportó con admirable estoicismo el dolor que durante meses le anunciaba lo cercano de su fin. Este país, esta España terrible de las dos Españas que algunos persisten en querer resucitar, le dio mucho menos de lo que él le había entregado. Nuestra democracia tiene una deuda con Jesús Polanco.