Dos meses después de instalarse el duque de Dalmacia, Jean de Dieu Soult, en el Palacio Arzobispal se firmaba un Decreto a nombre de José I Bonaparte en cuyo primer artículo, literalmente, se podía leer:
Artículo 1º - Se formará una plaza pública en el terreno que ocupa la manzana comprendida entre las plazas de Regina y de la Encarnación.
Poco más que decir Se derriba el convento de la Encarnación, siendo trasladadas sus monjas al antiguo Hospital de Santa Marta, donde aún hoy día reside la orden. El resto de la manzana, que se había segregado en diversas casas y palacios, es demolida también previa indemnización de sus inquilinos, algunos tan ilustres como el duque de Alburquerque.
La idea era crear un inmenso espacio central a modo de Plaza Mayor en el corazón de la ciudad desde el que partieran todas las calles periféricas; pero la escasez de fondos y el cariz contrario a los intereses napoleónicos que había tomado la Guerra de la Independencia motivaron que solo se hiciera la demolición de esta manzana, quedando suspendidos los trabajos restantes de limpieza y desescombro. De esta forma, cuando los franceses abandonan la ciudad, la plaza es un inmenso montón de escombros que se tardó varios años en limpiar.
De hecho, se tomaron medidas tan curiosas como que cada persona que entrara en la ciudad se debería de llevar una parte de dichos escombros, lo cual motivó la acumulación de residuos a las afueras de la ciudad, ya que evidentemente nada mas pasar la muralla estos desechos eran depositados en el primer lugar que viniera a mano.
En definitiva, por obra y gracia de los franceses la ciudad se encuentra en la segunda década del siglo XIX con un solar vacío de cerca de 25.000 m2 sin ningún tipo de uso. De nuevo, la historia vuelve a repetirse.
Afortunadamente, en esta ocasión se tardó poco en buscar una solución al problema, ya que el Ayuntamiento, una vez limpia la parcela, decidió ubicar en él un mercado de abastos que paliara las necesidades de la ciudad.
Y es que en ese momento Sevilla no contaba con un punto fijo de ventas, sino que el comercio se esparcía por las distintas calles y plazas, tal y como se hacía desde el medievo. La ciudad no era precisamente un modelo de higiene y salubridad, y por sus calles y plazuelas se vendían todo tipo de productos y alimentos; desde el pescado en la Plaza de la Pescadería, las legumbres en la calle Herbolarios o la carne en la Plaza de la Alfalfa.
La mayor parte de las veces esta venta era ambulante, y al ser al aire libre, se pudrían rápidamente los alimentos (lo cual era ayudado, como no, por nuestra climatología), con lo cual las condiciones higiénicas dejaban mucho que desear y, en ocasiones, suponían graves problemas para la salud de los ciudadanos.
Si a ello unimos la dificultad que tenía el Ayuntamiento para cobrar tributos y tener controlados a los vendedores por no estar ubicados en un sitio concreto, se puede comprender que la necesidad de crear un mercado de abastos en la ciudad era indudable. Y por ello, y sin que sirva de precedente, se crearon dos: uno en Triana, en el antiguo Castillo de la Inquisición; y otro en pleno centro de la ciudad, en el recién creado solar de la Plaza de la Encarnación.
Evidentemente no todo fue coser y cantar; tras muchos proyectos y sesiones del Cabildo, por fin el martes primero de agosto de 1820 empezó a establecerse el Mercado Principal de Abastos en la nueva plaza de la Encarnación según cuenta don Joaquín Guichot.
El flamante mercado estaba realizado en madera de pino según un proyecto presentado por Cayetano Vélez en 1814, pero no tuvo una larga existencia, ya que en 1831 era demolido y sustituido por otro de ladrillo construido bajo la dirección de Melchor Cano, aunque una serie de problemas y complicaciones provocan que el Mercado no se pueda dar por finalizado hasta 1837, e incluso hasta 1842 no se concluyeron algunas obras como la zona que podríamos denominar de dirección (el Juzgado del Mercado).
Se trataba de un inmenso edificio rectangular que abarcaba la plaza en su totalidad, desde la calle Dados (Puente y Pellón) hasta el Convento de Regina, que a duras penas subsistía aún; los puestos y las tiendas se encontraban repartidos por su perímetro, contando con un gran espacio central en el que se encontraban puestos de carácter mas efímero alrededor de la vieja fuente renacentista que sobrevivía de la antigua Plaza de don Pedro Ponce. Al enorme mercado se accedía por 8 puertas, 3 en cada lado largo (que coincidía con las antiguas calles del Correo y del Aire; y 1 puerta en cada lado menor, esto es, a la calle Dados y a Regina.
Fantástica vista aérea del Mercado en los años 20.
Archivo Sánchez del Pando
El Mercado de la Encarnación es uno de los primeros pasos dados por la ciudad para su entrada definitiva en la modernidad. La preocupación por la higiene, por la salud, por el urbanismo, por la industria Sevilla empezaba a engancharse poco a poco al carro de los nuevos tiempos, de la revolución industrial, de los avances tecnológicos, de la edad contemporánea.
Paradójicamente, este progreso en base al cual se había creado el mercado se convierte, con los años, en uno de sus principales enemigos. Y es que, vistas las ventajas de concentrar los puntos de venta en un único espacio, se crean nuevos mercados a lo largo de la ciudad, como el de Entradores, el del Postigo del Aceite o el de la calle Feria. De esta forma, el inmenso edificio de la Encarnación perdía importancia y valor dentro de la ciudad.
Pero el principal escollo que tuvo que sortear fue sin duda el urbanístico; en 1895 José Sáez y López elabora el Proyecto General de la Capital en el que, entre otras cosas, propone crear dos grandes ejes de comunicación en la ciudad que se cruzarían en el centro, al estilo de las antiguas ciudades romanas (Cardus y Decumanus cruzados en el Foro).
Uno de estos ejes, el que comunicaría la Puerta Osario con Plaza de Armas, tenía entre sus peculiaridades que dividía en dos partes el Mercado. Para más inri, sería el único de los dos en ejecutarse (solo una parte, como siempre que se hace algo en esta ciudad). La sentencia estaba dictada y en 1948 Pedro Bidagor derriba la mitad sur del Mercado para posibilitar la continuación de dicho eje entre Laraña e Imagen., construyéndose en el espacio que sobraba la actual Plaza, de forma circular en cuyo centro se situó la vieja fuente que adornaba el Mercado. Afortunadamente, la creación de ese eje se frenó en la Plaza del Duque, ya que de lo contrario la escabechina que se habría producido en Alfonso XII hubiera sido tremenda a buen seguro.
La ciudad cambiaba muy deprisa, quizás demasiado para un lugar que nunca tuvo clara su identidad: el dichoso decreto que había acabado con San Miguel y Santa Lucía se llevaba también por delante Regina Angelorum, irrumpía de forma triunfal en la ciudad el tranvía, que viniendo de Imagen bordeaba el mercado por la calle del Aire, José Gestoso y Correo para salir de nuevo a Laraña; se ensanchaba la calle Imagen en 1955 y los viejos palacios y casas señoriales que hacían la fachada de la plaza eran demolidos y sustituidos por otros edificios de dudosísimo gusto y, en ocasiones, de pésima estética.
En uno de estos cambios, por un cúmulo de circunstancias y factores que iban desde el mal estado de conservación del edificio hasta la necesidad de cambiar unas instalaciones que se habían quedado anticuadas, se demuele definitivamente el mercado en 1973, siendo trasladado a unas instalaciones provisionales en el extremo Norte de la plaza, el mismo lugar donde siglos antes se encontraba la primitiva Plaza de Regina.
Una vez más, la Plaza de la Encarnación había quedado reducida a un inmenso solar. La historia volvía a repetirse.