
Hubo un tiempo en que las casetas de la Feria de Sevilla eran una extensión del hogar. Eran espacios acogedores, familiares, donde los amigos se reunían no sólo para celebrar, sino también para construir juntos ese pequeño rincón efímero que cada primavera se convertía en su segunda casa. Las mujeres colgaban farolillos con esmero, los hombres se encargaban de la decoración, y entre todos, se forjaba un ambiente de complicidad y cercanía.
Muchas de esas casetas eran gestionadas por familias de los pueblos cercanos. Ella, la cocinera de toda la vida, preparaba un guiso de garbanzos con su pringá, un arroz con menudillo, tortillas de papa, aceitunas del Arahal. Él, durante esos días, se convertía en camarero, atendiendo con orgullo a vecinos y forasteros. En la barra, nunca faltaban la manzanilla de Sanlúcar, un buen vino del Aljarafe o un Tío Pepe de Jerez. Pero, sobre todo, sobraba generosidad y ganas de compartir.
La Feria tenía dos almas: la del mediodía, más familiar y gastronómica, y la de la noche, de luces, sevillanas y alegría desbordante. Todo aquello era posible porque se construía sobre el esfuerzo colectivo, el espíritu comunitario y una economía asumible.
Pero los tiempos han cambiado. Desde que la Feria salió del Prado, ese espíritu se ha ido desdibujando. Hoy, ya no hay amigos que ayuden a montar la caseta. Todo se encarga a empresas especializadas que presentan presupuestos elevados, que a menudo repercuten en el bolsillo del casetero... y este, a su vez, en el visitante.
Las familias que antes cocinaban han sido reemplazadas por grandes empresas de catering, con cocineros profesionales, camareros uniformados, vajillas de lujo y hasta pisos alquilados para que el personal descanse por turnos. La Feria, antes artesana y cálida, ha devenido en un evento sofisticado pero costoso. Así, una simple tortilla cuesta ya 12 euros, unos filetes con papas 14, y una jarrita de rebujito entre 12 y 14 euros.
¿El resultado? Que muchas familias —padres con dos hijos, por ejemplo— optan por comer en casa o tapear antes de llegar al Real. Una vez allí, pasean, disfrutan del ambiente... pero ya no consumen como antes. La Feria sigue viva, sí, pero su corazón late ahora a un ritmo distinto, menos espontáneo, más comercial. Y aunque el bullicio no ha cesado, quienes la vivieron en aquellos otros tiempos no pueden evitar mirar atrás con cierta nostalgia.
No hay cartera que la aguante.. porque acabamos de salir de la semana santa y estamos preparándonos para ir al Rocío y después las vacaciones... no hay contabilidad que pueda con tantos gastos.
Y no se trata de feria larga o feria corta, para los políticos todo es gratis, pero al sevillano todo le cuesta ya hasta divertirse.
Foto Antonio Rendón Domínguez

