De milagro no nos hemos quedado sin el auditorio de Fibes, el del Palacio de Congresos y Exposiciones. Se venía abajo con Raphael.
El cantante siempre se va muy temprano, horas antes de sus conciertos, a enclaustrarse en el teatro donde va a actuar. Es como si se recluyera en el templo en el que más tarde va a oficiar esa especie de ceremonia de las emociones con millones de adeptos por los cinco continentes. Necesita aspirar el viejo aroma de las tablas, contemplar las miles de butacas vacías donde luego se va a sentar lo que, más que un público, pareciera una feligresía que le sigue incondicionalmente desde hace más de cincuenta años, llevando a la práctica los versículos de esa religión de la intensidad llamada Raphael, por una exitosa carrera llena de actos de fe en darlo todo cada segundo. Pero si él se va muy pronto al teatro, el público está llegando a hacer lo mismo, como si lo presintiera en su habitáculo íntimo, como si se tranquilizara sabiéndose en el mismo edificio donde el artista se encuentra. Si Raphael necesita respirar el aire más profundo de esa atmósfera solemne que acabará rota por aplausos y vítores incesantes, su público necesita respirar a Raphael. Dos horas antes ya estaban allí -yo las vi- fans venidas de Madrid, Moscú, México o Lima. Me hago fotos con ellas. Desde que mis crónicas dan la vuelta por el mundo raphaelista, me reconocen y me está salpicando el maravilloso amor que yo no ignoro en ningún momento que pertenece a Raphael.
Antes de comenzar el espectáculo, el auditorio era en sí un hervidero de impaciencias y expectación por todas sus plantas y pasillos, con las butacas tan vivas como el nerviosismo de la gente. De pronto, una electricidad sacudiendo de unos a otros ¿Qué pasa, qué ocurre? Entraban a ocupar sus asientos los Duques de Alba y la ovación fue inmediata, espontánea. Cayetana -¡qué nombre más bien puesto!- es siempre una rúbrica ilustre en la firma de Sevilla, un aval de los latidos de la ciudad, un respaldo para los sevillanos cuando ella hace lo mismo que ellos y entre ellos. ¡Viene también a ver a Raphael!
Permitidme ahora una confidencia: juro que este, entre tantos conciertos que he presenciado del genial intérprete en más de treinta años, para mí personalmente no tiene nada que ver con todos los demás y, sin embargo, espero lo mismo que en los demás: la cima de la generosidad artística. Y es que por primera vez acudo con mis hijas, de trece y nueve años, y deseo enseñarles lo importante que puede llegar a ser un artista en este mundo.
- ¿De dónde es Raphael, papá?
- De Linares, María; es andaluz como nosotros. Pero Raphael es, sobre todo, de antes de que nos hubiéramos quedado sin humanidad, sin besos de verdad, sin amores para toda la vida, sin pasiones desbordantes. Raphael es de antes de que llegara tanto egoísmo. Raphael es de cuando las cosas se conseguían con mucho esfuerzo, de cuando la suerte se trabajaba, sin pelotazos, sin robar. Y viene del tiempo en el que los locos no andaban sueltos
Raphael sabía que yo, con su ayuda, quería dejar este recuerdo imborrable a mis hijas; mis hijas junto al artista que me hizo parte del corazón, que me dio el lenguaje adolescente para atreverme a decir te quiero las primeras veces, el que ha escrito la Biblia de mis sueños, porque Raphael tiene voz de horizonte; la divisas, pero nunca se agota.
-Mira, Raphael: un día, cuando yo ya no dé más pasos por aquí, pero Marta y María sigan escuchando tu voz eterna, sabrán siempre que esa fue la misma voz que conmovió a su padre, la que le enseñó hasta las formas más apasionadas de la entrega y, ¿porqué no?, incluso el puro exceso de un entusiasmo incansable con la vida.
Y así pudo ser. Alguien muy directo a Raphael me llamó al móvil e hizo franqueable un camerino blindado para la tranquilidad del ídolo:
-Raphael os está esperando, a ti y a tus hijas.
En otra ocasión contaré, sin la urgencia de una crónica, cómo fue ese encuentro con Raphael, el fuerte abrazo que nos dimos los dos ante Marta y María como únicas testigos de una escena demasiado grande y mágica para dos niñas que acababan de contemplar el taco que ese hombre había formado desde un escenario.
El concierto de Raphael en Sevilla puede contarse a través de reenvíos a miles de crónicas durante más de cinco décadas por todos los países y ciudades, con el denominador común de la apoteósis, por encontrar una palabra, una mínima palabra explicativa. Porque esto ya no tiene nombre. ¿Esto no tiene nombre? Sí, esto tiene nombre: Raphael. Y punto.
¿Saben que es un sevillano de la Hermandad de El Silencio el que se encarga precisamente del sonido del concierto de Raphael? Se llama Miguel Ángel García Osorno y ordena magistralmente como ingeniero la jerarquía acústica perfecta en la que nos ofrece al cantante con su orquesta. ¡El sonido, el dichoso y constante problema del sonido está resuelto impecable en Raphael! ¡Nadie sabe mejor del sonido como el que sabe muy bien del silencio!
Su gran noche fue también la de todos, esa noche ideal que ya nunca se olvida, la gran noche del público que había agotado todas las localidades para agotarse aplaudiendo en pie, una y otra vez, por las historias de un intérprete que en cada canción parece quedar nominado a una estatuilla de oro. Ese público que en su fervor y delirio arrancó del corazón de Raphael una promesa inesperada, con todas las letras:
-Prometo que voy a venir todos los años a Sevilla.
Ahí fue nada: Sevilla para siempre en las giras internacionales del cantante.
Tres bises necesitó, al cabo de tres horas de actuaciones ininterrumpidas, para que las miles de personas que abarrotaban el auditorio asumieran que tenían que marcharse. Cuando identifiqué por los primeros compases de la melodía que nos regalaba a esas alturas la Balada de la trompeta, me pareció tan valiente y loco como el jugador que en el casino, llevándolo todo ganado a lo largo de la noche, arrima su caudal completo de fortuna para apostarlo a última hora y en la última vuelta de la ruleta a un solo número.
Pero nadie se iba. Nadie quería volver a su realidad desde la realidad y la verdad de un hombre que a fuerza de luchar vive en un bello sueño; un hermoso sueño construido entre él y su público. Quizás por eso, en estos últimos años sobre todo, se aplauden mutuamente.
-Voy a cantar hoy lo que sé que en ustedes es un sentir general, dijo el cantante hacia un final interminable de clamores y bravos.
Y sonó como desde el fondo de lo más familiar y entrañable de nuestras vidas un eco emocionante de Navidad. Mis hijas empezaron a llorar cuando se encontraron con que les salía al paso y en persona, ante sus ojos de asombro escuchando a Raphael, el tamborilero que han visto desde pequeñas acercarse al portal, ese al que Dios le sonríe.