En verano de 1976 residía yo en Sevilla. Ocupaba un cuarto con dos balcones a la calle en el número 41 de la Alameda de Hércules, justo encima de la Bodega Norte-Andaluza. Hacía prácticas entonces en el diario Abc, cuyo director era Joaquín Carlos López Lozano, que años antes había sido presidente de la Diputación y del Ateneo. Todo un personaje en la ciudad. Entré yo en Abc gracias a Ricardo Aparicio, amigo de mi padre, que me puso en manos del periodista José Antonio Blázquez. Ya fallecido. Sevillista acérrimo. Era la de Blázquez la pluma más fina de la ciudad. Exquisito en la crónica futbolística, rozaba la perfección cuando escribía de flamenco, su segunda pasión. Que se desataba cuando recordaba a Manolo Caracol, desaparecido en 1973 a consecuencia de un accidente de automóvil. O cuando escribía de Ana María Bueno, joven bailaora de la Alameda a la que promocionaba. Blázquez tenía en su hotelito de Heliópolis un pequeño museo sobre Caracol, de quien heredó recuerdos muy personales, entre ellos su cartilla de la Seguridad Social. Toda una reliquia. Empezaba yo a trabajar en Abc a las diez de la noche. Hasta bien entrada la madrugada. Por lo que hacía una vida a la inversa. Cuando abandonaba el periódico -en la profunda madrugada- me iba en mi seiscientos a la Alameda, donde casi todas las noches me esperaba -sentado en uno de los veladores de la Norte-Andaluza- Clemente Guerrero Pérez, que era entonces su propietario. Aunque quien regentaba de hecho el negocio era su hermano Julio, a quien llamábamos familiarmente Pilocho. Montañeses ambos. Como la mayoría de los propietarios de bares, restaurantes y tiendas de ultramarinos de Sevilla por aquel entonces. Grandes conocedores de los entresijos de la ciudad.
Clemente había jugado en el Sevilla FC a finales de los cuarenta, a donde llegó procedente del Rayo Cantabria. Era rentista, por lo que disponía de todo el tiempo del mundo. Aún le recuerdo en aquel velador de la terraza de la Norte-Andaluza, en el espacio que en su día ocupó la Pila del Pato, fuente hoy reubicada en la plaza de San Leandro, en otro lugar de la ciudad. Yo le daba relevo a Diego Alfaro Orihuela, que era la persona que acompañaba a Clemente hasta ese momento. Otras veces nos quedábamos los tres hasta el alba. La Norte-Andaluza permanecía con las luces apagada, ya sin clientes. Pero con la puerta encajada para que Clemente pudiera excursionar a sus cámaras en busca de botellines helados de la Cruzcampo, que era una manera de combatir el calor sevillano. Cuando he mencionado hace un instante a Diego me ha entrado un tremendo escalofrío. Hombre de enorme simpatía, generoso siempre con sus amigos, era viajante de ferretería. En uno de sus desplazamientos a Bilbao, cayó en medio de un tiroteo entre etarras y policías en las cercanías de Basauri, muriendo horas después en el hospital de un disparo en la cabeza. Fue en junio de 1979. Tres años después de aquel verano en la Alameda. De aquellas noches de tertulia con Clemente. En las que se hablaba de fútbol. De flamenco. De cosas de la vida. Donde yo adelantaba las noticias que iba a dar el Abc ya en la mañana. Y a la que se acercaban prostitutas, flamencos de bajo fuelle, cabareteras, músicos ambulantes, taxistas. Todos ellos vecinos del barrio, que ya de vuelta a casa buscaban en la bonhomía de Clemente palabras distintas. Trato diferente. Compañía. Conversación.
Muy cerca de allí se encontraba el busto que la Tertulia Flamenca de Radio Sevilla levantó en 1968 en reconocimiento de Pastora Pavón, Niña de los Peines, que ha sido la cantaora más completa de la historia del flamenco. Entonces estaba sóla, porque ahora aparece acompañada de Manolo Caracol y del torero Manuel Jiménez Chicuelo en una alineación escultórica a tres, fruto snob de la reciente remodelación de la Alameda, emblemático rincón de Sevilla, otrora repleto de cafés-cantantes, meublés y otros locales de vida alegre aparentemente prohibidos. Una noche Clemente me empezó a hablar de La Niña de los Peines, de quien conocía extraordinarias historias. Pastora había fallecido en 1969, después de años fuera de sí por una efermedad mental. Y había sido niña precoz del cante con sólo 8 años. Todo esto me lo contaba con naturalidad, preguntándome si yo sabía algo más de ella. Buscando el mano a mano. Con Diego de momento en silencio. Yo le comenté que Lorca se quedó prendado de Pastora como artista. Que la fue a buscar un día con Sánchez Mejías a La Parra de la Bomba -en Cádiz- para llevársela a Madrid a un espectáculo flamenco que este último había escrito (producido también) para La Argentinita, su amante bailaora. De nombre Las Calles de Cádiz, recreaba la vida flamenca de esa ciudad atlántica. Un espectáculo de éxito que se estrenó en el Teatro Español en 1933. Que se repitió en los primeros meses de la guerra civil en el Coliseum a beneficio del Socorro Rojo Internacional, compartiendo La Niña de los Peines reparto en el cante con Caracol el del bulto y su hijo, que en aquellos años era Niño Caracol. Y que fue también el de su retirada de los escenarios. En 1940 -esta vez en el Calderón-, no ya con una bailaora (La Argentinita) como artista principal sino con Concha Piquer, la voz del momento. Diego nos interrumpió a modo de guinda. Y se ganó el sitio en la conversación revelando que en los años 20 Pastora vivía en la calle Arce, donde descubrió que un sobrino consentido le había robado varias piezas de brillantes, denunciándolo sin ningún tipo de piedad a los municipales. Esto ocurría ya casi al alba, amenazando ya el sol sobre el busto de bronce de aquella Niña. Testigo muda de nuestras cosas. Y que ahora vuelve a estar cerca de Caracol. Con el torero Chicuelo a su vera. El (re)inventor de la chicuelina. Que es como ejecutábamos los quites en aquel velador de la Alameda.
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