¿Por dónde podría empezar yo a hablar, a contar de Juana Reina, de cómo empezó mi larga y enorme amistad con ella, Caracolillo y el hijo de ambos, Federico? Mi admiración por ella y la intimidad familiar que me brindó y me hizo disfrutar hasta más allá de lo que jamás hubiera soñado, no caben ya en escritura alguna, al menos en los límites del puro entretenimiento que me parecen recomendables para esta especie de serie con estilo rápido, conciso y veloz por donde cabalgan las experiencias personales en los años más activos de mi vida artística (por ahora, claro).
Juana Reina concita largas horas de mi vida junto a ella, su marido, el maestro Caracolillo, y su hijo, Federico. Realmente en su hijo empieza todo para mí.
Federico Casado Reina era amigo de mi hermano. Le conocíamos en mi casa, en mi familia, de verlo entrar y salir con Jaime. A los dos les unía una afición: el cine, que en el caso de Federico estaba ya pisando terrenos más allá de conformarse con ser un espectador desde la butaca. Se había propuesto rodar un cortometraje para presentarlo a no sé qué concurso, y andaba buscando al personaje protagonista. Lo había configurado como un psicópata que, en el ejercicio de la abogacía durante el día, por las noches se dedicaba a conquistar mujeres con la finalidad de asesinarlas en cuanto eran presas de su seducción. Las formas criminales eran de variopinta ejecución, siempre sangrientas: trompos taladradores para perforar a sus víctimas por el estómago, grapas gigantescas a fin de conseguir la agonía a base de un auténtico suplicio, y cuando le parecía que tampoco era cosa de estrujarse mucho los sesos, bien valían unos clásicos puñales para la espalda o la yugular. Un ejemplar, vamos. Un prenda de mucho cuidado. Bajo la apariencia del yuppie que Federico había diseñado, había más peligro que en la cuesta de las Doblas.
Cavilando Federico a quién podría encajar en ese personaje y visualizando por todas partes dónde estaría el individuo capaz de responder a ese perfil, un buen día tuvo la solución:
-Jaime, ya lo tengo. No sé si querrá hacerlo, pero ya lo tengo.
-¿Quién, Federico?
-Tu hermano, Jaime, tu hermano Pepe. Es delgado, atlético, bien parecido, y tiene una cierta mirada irónica. Me va para el yuppie psicópata.
Por rocambolesco que parezca, en semejante ocurrencia de su hijo hundió sus raíces mi gran relación de verdadera íntima amistad con Juana Reina y Caracolillo. Pero no adelantemos acontecimientos, porque, además, si no tengo bastante con unas cuantas hojas, en otras lo seguiré contando, ya que la cosa tuvo tela del telón.
Me lo propusieron ambos, Federico y mi hermano, en plan viniendo de puntillas. ¡Ya ves! ¡A mí!, que soy un bote de gasolina en una chimenea para meterme en cualquier lío. ¡A mí!, que ya me encontraba preparando la grabación del primer disco y me volvía loco cualquier reclamo que sonara a artisteo puro y duro. ¿Qué hay que hacer, señores, que aquí estoy yo para lo que gusten? ¿Un yuppie asesino? Delante lo tenéis. Y lo tuvieron, vaya que si lo tuvieron. No olvidaré la grabación de aquel corto -Fondo y forma se llamaba- mientras viva. Fue lo que se dice la pera. No pude, no pudimos, divertirnos más. Y con ese rodaje empezó, para varios años, uno de los períodos más felices que haya conocido en mi vida. Mi gratitud por su inolvidable arranque a la familia Casado Reina.
Las escenas se llevaron a cabo principalmente en el chalet Las cinco farolas, de Espartinas; y en el piso que la familia Casado Reina tiene en República Argentina, en Sevilla, dejándonos mi cuñado, Manuel Bohórquez, su despacho de asesor fiscal en la calle Asunción. La monda.
El elenco de actrices que me rodeó, dispuestas todas a morir en aquel empeño, se surtió de amigas de Federico y de sus primas, las hijas de José Cañete el sastre. También de alguien singular que, con el tiempo, se convertiría en un personaje televisivo nacional por sus intervenciones en el programa El semáforo (como pareja presentadora de Jordi Estadella), y en el de Los Morancos: se trataba de Asunción Embuena, que se llevó una buena puñalada en el cuello. La foto que muestro aquí recoge uno de los momentos previos al fatal desenlace, cuando aún me la estoy trabajando para llevarla al huerto. ¡La madre que nos parió!
Podría pormenorizar extensamente los mil y un detalles de todo lo que pasó desde el principio hasta el final, de cabo a rabo, porque fue mucho. Pero destaco cómo fue, en medio de aquella parafernalia criminal, mi encuentro con Juana Reina.
Como previo he de aclarar que yo había conocido personalmente a Juana Reina muchos años antes. Dirigiendo la revista Sevilla Nuestra solicité entrevistarla y me fue concedido por Caracolillo, a la sazón el encargado directo de todos los asuntos profesionales de la estrella. De aquella ocasión guardo una foto de recuerdo, los dos juntos, al término de la interviú, realizada dentro de los minuciosos términos establecidos por Caracolillo para acceder con mis preguntas a su mujer. Es proverbial en el mundo artístico lo que el bailarín cuidó escrupulosamente a Juana Reina en todos los pasos que daba como la auténtica estrella que era. Y de aquel esquema de precisión, marcados estrictamente los límites para tener la oportunidad de llegar hasta la gran figura de la copla, me encontré, al cabo de los años, en otro bien distinto que ni borracho de lunes del alumbrado se me hubiera pasado por la cabeza. Paso a contarlo. No tiene desperdicio.
Se iban a grabar los varios crímenes por mí perpetrados en el piso de República Argentina. Era ya de noche, cerca de las nueve, más bien hora de cenar que de matar a nadie. En el amplio salón de la vivienda las dos futuras asesinadas, una de ellas Asunción Embuena, se preparaban para su interpretación, cada una en un ángulo distinto al objeto de conseguir en el montaje que parecieran dos lugares diferentes en vez del mismo. Y yo, llevado por Federico, fui trasladado al cuarto de plancha, al que se entraba por una puerta desde la cocina. ¿Por qué? Porque allí iba a tener sitio posible mi caracterización, mejor dicho mi atuendo: un batín y en zapatillas, pues lo dispuesto para la escena es que yo, después de volver con Asunción de una supuesta discoteca y ya teniendo a la muchacha loquita por mí, me había acomodado de esa guisa íntima para ir haciendo los caminos del catre. Y en estas me hallaba cuando llegó el reencuentro con doña Juana Reina, a la que dejé en el tiempo guardada como oro en paño en el recuerdo de aquella entrevista. Al salir del cuarto de la plancha, sólo cubierto por un batín y calzando, como por mi casa, unas zapatillas me topé a la gran artista en su cocina preparando unos platos. Con la mayor naturalidad de la que fui capaz le dije:
-Disculpe, señora: son exigencias del guión.
Y ella, la gran Juana Reina, estelar hasta en su cocina por más que su hábitat natural fuera la sencillez, también me contestó de la forma más normal, como si fuera corriente que todos los días atravesara por su cocina un desconocido en batín y en zapatillas:
-Tú no te preocupes, hijo, tú a lo tuyo.
Y me fui, tan campante los dos, a lo mío. Seguiré contándolo otro día...
(*)José María Fuertes es cantautor y abogado.