Se fue a las once y cuarto de esta mañana, justo la hora en la que sabe que nació hace sesenta y cinco años. Rogelio Gómez, hijo del famoso Trifón, se ha jubilado de La Flor de Toranzo.
Ya no estará desde hoy tras la barra del popular establecimiento, cortando jamón casi sin levantar la vista, dejándose la vida a goterones sobre el papel de estraza de sus manjares, desde que era un zagal currando al lado de su padre hasta el día en que vi con mis propios ojos cómo un chico que empezó haciendo recados acabó con la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo puesta en su solapa. El protocolo y las maneras sociales más decorosas evitaron la forma romántica y natural de que aquella noche se la hubieran colgado sobre el babi blanco de tabernero. El mismo que podía ser tratado desde entonces como excelentísimo señor. ¿Para qué? Haber logrado en Sevilla ser Rogelio cuesta más que eso y es más importante.
La vida me lo trajo cuando menos vida hay: en un funeral. Al terminar los responsos y los pésames se me acercó y me dijo:
-Cantaor, ¿cómo va ese disco?
Estaba informado de mi aventura musical a punto de hacerse pública y debutar con mi primera grabación en el Teatro Imperial. Yo le conocía algo de las fiestas en casa de Luis Álvarez Duarte, cuando el imaginero celebraba su santo y Rogelio se encargaba de proveer la deliciosa sangría de aquellas noches de verano cerca ya julio. Dejando la iglesia y al fiambre en pos de acomodarse en el otro barrio, me apostilló:
-Dicen que si después de volver del entierro de otro no se toma una copa de vino, el de uno viene de camino.
¡Al Rinconcillo! Y hasta hoy
Lo que trajo aquel brindis fue contarle entre los amigos que abarcan los dedos de una mano. Y la mano. La mano de Rogelio que se dedicó a abrirme puertas bien difíciles. La mano de Rogelio, la diestra mano de Rogelio -porque su izquierda hace las cosas sin que tú te enteres-, que me hizo estrechar la de gente importantísima y decisiva en el mundo de las relaciones, como Nicolás Muela, Gregorio Conejo, José Luis Montoya, Santiago Sánchez Traver, Alejandro y Luis Rojas-Marcos, Enriqueta Vila, Carlos Vergara (si no llega a ser por Carlos Vergara, Dios mío, a dónde hubieran ido a parar mis discos en la Cadena Ser), Mercedes Franco, Paco Malagón, Susana Limón ¡qué se yo!
Pero sigo: la mano de Rogelio que se marcó los teléfonos de media Sevilla y parte de la otra para organizarme una presentación con los medios de comunicación. Y a puerta cerrada una audición de sondeo en los estudios de Alta Frecuencia. La mano de Rogelio que firmó los talones para alquilar por setecientas mil pesetas de aquellos días de 1993 el escenario para mí solo del Imperial; allí me subió con el teatro vacío y me hizo contemplar en silencio las butacas del patio y las del principal.
-Rogelio, que con lo de abajo tenemos bastante; que mira que esto es muy grande.
-Pepe, que esto lo llenas tú de sobra, que cojas el teatro entero.
¿De sobra? La noche antes del concierto no pegué ojo de pensar que Rogelio llevaba razón y porque el empresario, que también se olía la tostá, me advirtió que no podía incumplir las normas de seguridad metiendo más público del que cabía.
Y la mano de Rogelio, a punto de salir yo a escena mientras mi voz en off decía que había soñado toda mi vida con aquella noche, sobre mi espalda, entre bastidores, hasta que empezó la guitarra flamenca y magistral del Niño de Pura.
Me dio un suave empujón inolvidable con inmenso sabor a debut. Había empezado la música de Quédate. La canción que hoy le devuelvo con las estrofas y los versos escritos para reconocerle su derecho al descanso que se merece; pero con el mismo estribillo andaluz que vuelve a rogar lo de entonces. ¿Que quieres dejar Trifón? ¿Que va a seguir tu hija María? De acuerdo. Tú mismo. Pero quédate en la vida, por Sevilla o por tus pazos montañeses. Quédate mucho tiempo, mucho y largo tiempo, amigo. Quita, que lloro.
(*)José María Fuertes es cantautor y abogado