Noviembre es un mes de interiores. Un mes de puertas para adentro, si es que esa vida es posible en Sevilla. Un mes que, con el cielo negro y la lluvia de estos días, parece unirse a las condolencias, a las melancolías que trae recordar difuntos. Noviembre se alía con la nostalgia cuando, casi sin escampar, cae el agua como una forma de comprensión hacia la pena que da lo perdido, como una reacción natural del aire estremecido que nos respeta.
¿Lloramos por nuestros muertos o por nosotros mismos? ¿Seremos los vivos los que al final nos llevamos la peor parte si, como está prometido, todo hace esperar un Reino que parece que ya tienen los que nos dejaron? Yo creo en ese Reino. A duras penas muchas veces. Cuesta arriba. Pero creo. Ese Reino es una de las piedras de molino que nos da a comulgar el Evangelio, es uno de esos esfuerzos que hace la fe para seguir siendo fe. Es lo único que al fin y al cabo podemos ser, si es que queremos ser algo: hombres de fe. ¿Qué otra cosa si no? Porque los hombres de certezas imbatibles, de pasos que no dudan por dónde coger, de seguridad absoluta, no existen. Lo incuestionable no está al alcance de lo humano.
Tengo una memoria especial en estos días para un hombre singular que se marchó hace unos meses. Se trata de Jesús López de Lemus, el prestigioso abogado. De gran fortaleza moral y religiosa, cada vez que se le preguntaba por su pasaje favorito en el Evangelio, respondía invariable que el del buen ladrón dialogando con Cristo en el Calvario. Estaba fascinado con la escena. Ya ven: el Amor de los amores junto a dos ladrones, cara a cara con dos malhechores, con dos delincuentes de la época. Dos mundos en apariencia, nada que ver el uno con los otros, pero reunidos en un mismo destino de acabar crucificados. ¡Para que luego digan que hay que creer en la Justicia! Una vez me preguntaron -qué paradoja, en un colegio católico y exigiéndome una respuesta afirmativa- que si yo no creía en la Justicia. Me mantuve sereno, pero firme, cuando contesté indignado y con asco por los que piensan que ostentan la patente de las Sagradas Escrituras, como si pretendieran cobrar los derechos de autor de Jesús de Nazaret: -Yo sólo creo en la Justicia que se realiza. Y devolví a una tutora tan insensata como peligrosa mi contestación, igual que si fuera un bumerán, justo en un lugar lleno de crucifijos que el gobierno socialista intentaba descolgar: -¿Por qué he de creer yo en la Justicia si mi Dios terminó como terminó?
Pues seguimos donde estábamos: un inocente entre dos culpables. ¡Vaya papel el de Cristo a última hora! ¡Qué contradicción para lo que cabía esperarse del final de sus días como hombre! Pero va a surgir, como siempre con Él, lo inesperado, lo último que se nos hubiera pasado por la cabeza en un epílogo aparentemente absurdo, el colmo de los absurdos. De pronto, uno de esos asaltantes de caminos, cae en la cuenta de que se ha cruzado el suyo con el de Dios ¡Qué bien va a describir lo imprevisible el sacerdote que oficia la Eucaristía por Jesús López de Lemus en la Parroquia de Los Remedios!...
Dimas es un ladrón experto, hábil, de guante blanco, sin dejar huella; un ladrón astuto y lleno de sagacidad que, cuando todo está a punto de acabarse para él con la muerte en una cruz, advierte que quien le ha tocado al lado para padecer el mismo suplicio que él, no es igual que él. Y dándose cuenta de que guarda un tesoro, va a robárselo antes de que se agoten los últimos instantes de su existencia. Se lo ha propuesto. Y va a conseguirlo. Se lo arranca a Jesús de los labios, se lo arrebata de su boca de hiel y sangre: -En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso.
Ya está hecho. Le ha robado el Reino. Se lo ha sacado con la habilidad mayor que se le pueden sacar a Dios las cosas, incluso en el último momento, en los últimos segundos: con el arrepentimiento. Y la misericordia de Dios hace que lo ajeno hasta entonces se le convierta en propio. No le faltaban razones a Jesús López de Lemus para ensimismarse una y otra vez con aquel episodio único, con aquel guión escondiendo una sorpresa. Desconcertante. Pero es que si algo es Dios, es desconcertante. Tanto como para premiar a un ladrón avergonzado de serlo. Noviembre pasa. En este mes de difuntos no iré al cementerio. Yo nunca voy a los cementerios, salvo para eso que llaman el último adiós. No me parece mal que vayan otros, que limpien tumbas, nichos o mausoleos, que coloquen flores y hasta que recen. Pero yo nunca voy a los cementerios, porque creo que en ellos no hay nadie. Desde aquella hora que tanto contaba para Jesús López de Lemus, aquella hora en la que quedó claro que al otro lado del drama del Gólgota había un Paraíso, los que nos dejaron tienen un lugar en el que estar mucho mejor que por ahí por San Jerónimo. Se le dijo a un ladrón que cometió el mayor robo de la historia.
(*)José María Fuertes es cantautor y abogado