Si se pudiera, uno se matricularía en Joaquín Moeckel: una especie de asignatura o máster que permitiera convivir unos meses junto a él, un tiempo de observador meticuloso de las actitudes de un hombre bastante peculiar. Sería una matrícula de esponja, de hambre de aprender más datos vitales sobre el arrojo y la valentía del ser humano. Y, en la medida de lo posible, hacerte siquiera con las reacciones de una inteligencia a raudales y poco común. Ignoro si se ha sometido alguna vez al examen de su coeficiente intelectual, pero el dato sería asombroso. Tiene tantos reflejos que montado en un coche de choque no le rozaría la goma de los demás.
Moeckel es un buen abogado, un prestigioso abogado, con clientes como Carmen Martínez Bordiú, Victorio y Lucchino o McDonald´s; pero es, además, un auténtico generador de audiencias televisivas y un imán de lecturas con sus constantes apariciones en la prensa. La radio, por supuesto, tampoco ha querido perdérselo. Incluso tan joven ya está en una biografía, La fuerza del carácter, escrita por el periodista todoterreno Félix Machuca.
Moeckel es el auténtico defensor del pueblo, un puro animal de la escena mediática, capaz de haber derrumbado los muros que separaban al gran público del inasequible argot jurídico. Le trinca a las leyes sus tripas, se burla de las trampas que esconden, se diría que mantiene un constante desafío con la solemnidad, y es el terror de todo oscurantismo que no es capaz de ser profundo. Moeckel está dotado del lenguaje del entendimiento, con él se entera la gente rápidamente de lo que habla un letrado. Coge los códigos y lee en ellos pan y vino.
Es un abogado protesta como si defendiera sus causas con canciones de Raimon, que ha adoptado como causa propia el viejo lema de que el pueblo unido, jamás será vencido. Tiene un par de aquellos en tiempos de tanto canco, en una ciudad de muchos cobardes que casi no dan la cara más que en la procesión del Corpus. Y está lleno de convicciones porque está lleno de reflexiones.
Le sigo estos días de cerca (lo más posible que me permite su trepidante ritmo) porque trato de construir y levantar definitivamente un documental sobre su vida con más metros de altura y más plantas que un rascacielos de la Quinta Avenida. Da vértigo mirar desde arriba lo que se ve ya desde su juventud: centenares de páginas de los periódicos a los que ha concedido entrevistas o se han hecho eco de sus mayúsculas victorias a la SGAE y otros entes gigantes contra los que sólo sabe ganar David a Goliat; horas y horas de programas de televisión por toda España y parte del extranjero; informativos que lo tienen por el centro de sus noticias; fotos y más fotos ¡y más fotos! de su vida pública e íntima; retratos junto a destacadas personalidades de este tiempo agitado en el que Moeckel se desenvuelve como si tuviera la respiración de un anfibio. Es como el Ejército, por tierra, mar y aire. Parece transitar atravesando tabiques, con la naturalidad de lo invisible y sin tiempo para buscar las puertas, con el don de la ubicuidad, hallándose lo mismo en las cofradías que en los toros, en la Semana Santa y en la Feria, en el Rocío, viendo ópera en el Maestranza, cogiendo el AVE a Madrid o subiendo a un vuelo destino a Venezuela, abriendo coloquios, dando conferencias, impartiendo clases de Derecho del Trabajo en la Universidad, inaugurando cursos académicos es una sucesión de frentes que refiero jadeante y sin resuello, cuya celeridad acentúa aún más verle con el uso permanente del móvil. Es la vida en parabólica.
Cuando concluya mi estudio y amplísimo reportaje sobre Joaquin Moeckel, no me cabe duda de que habré realizado el trazo interesante de una de las personalidades más singulares de la vida sevillana, una rara avis nada indolente en la ciudad de la indolencia, un contestatario en la capital de la resignación, alguien capaz de saborear las exquisiteces de los mejores bares, sin dejarse atrapar por la morfina del tapeo. Eso sí, cómo no, también le están sirviendo el plato de la envidia. Pero ya se sabe que el éxito va indisolublemente unido a ella.