Estos días en las iglesias católicas celebramos sucesivamente las festividades de Todos los Santos y de Todos los Fieles Difuntos, conmemorando así la iglesia triunfante y la que se purifica para alcanzar la presencia de Dios. Es una doble celebración en memoria de los santos canonizados, de quienes ahora practican la santidad en este mundo y también de cuantos ya murieron, que en estas fechas todos se hacen especialísimamente presentes entre nosotros. Son días para rememorar a los que dan ejemplo de santidad y a quienes nos han precedido. El transcurso de los años nos acaba colocando ante el relativismo de nuestra propia condición humana, que no en vano somos consecuencia del tiempo que vivimos, el espacio que habitamos y otras muchísimas circunstancias aleatorias que resultan determinantes de nuestra propia vida. Superar dramas vivenciales o enfermedades graves, por ejemplo, nos ubica definitivamente ante la Verdad con mayúscula, al evidenciarse nuestra absoluta fragilidad e impotencia y la imperiosa necesidad de confiar en ese ser superior y absoluto que es, en definitiva, compendio de todos los dioses destinatarios de todas las creencias de todos los hombres.Sólo entonces se toma plena conciencia del autentico sentido de estas fiestas que inician noviembre, más allá de celebraciones mundanas tipo halloween. Son días de conmemorar la santidad a la que Dios nos llama, reflejada en las vidas de los santos pero también en las actitudes de tantos santos anónimos a los que hemos conocido en vida. Para quienes integramos aún la iglesia militante la fe se ve recompensada ya desde ahora, con esa paz y tranquilidad de espíritu que nos proporciona la alegría de ser creyentes. Quienes no gozan de ese don pierden la enorme satisfacción vivencial que la esperanza ofrece a los creyentes. Si además presumen de su incredulidad denotan torpeza pues en realidad ellos son también creyentes, siquiera sea de lo humanamente más difícil de entender: la inexistencia de Dios.Esa santidad oficiosa debemos celebrarla especialmente porque es santidad de este tiempo, manifestada en nuestros círculos vivenciales más próximos. El mundo parece haber olvidado a Dios pero lo cierto es que la vida cotidiana nos muestra numerosos testimonios de santidad. Basta con observar a nuestro alrededor para detectar auténticos santos que caminan dejando estelas de bondad heroica, claramente visibles si sabemos y queremos verlas. Son personas muy heterogéneas desde todas las perspectivas, que viven en Dios y entregadas a ayudar fraternalmente a los demás. En ellas la santidad se manifiesta con sorprendente naturalidad porque el bien siempre acaba trascendiendo con extraordinaria sencillez. Ese familiar, compañero de trabajo, vecino o conocido dicta en silencio valiosas lecciones de vida, que muestran múltiples caminos de santidad. Basta con saber y querer captar la enseñanza y comprometernos con las exigencias de nuestra fe.

Pero tan singular binomio festivo nos invita a celebrar también la memoria de cuantas personas nos precedieron en este mundo, pues constituyen una parte sumamente importante de nuestra propia historia personal. Nos transmitieron la vida, los conocimientos, su sabiduría, las tradiciones y la fe que profesamos, mostrándonos así el camino de la Verdad y la Vida verdadera y definitiva. Su recuerdo nos llena de nostalgia y entramos con ellos en auténtica comunión de santos, gracias a nuestras creencias. En estos días se siente con mayor intensidad esa unión espiritual de todos los cristianos vivos y muertos, que compartimos un sólo cuerpo místico con Cristo como cabeza. Con el paso de los años constatamos que el tiempo se nos va con suma rapidez y cada día añoramos a más personas difuntas que dejaron huellas en nuestras vidas. Cada noviembre son más los fallecidos a recordar, mayores nuestras nostalgias y más necesarias nuestras oraciones, para unirnos espiritual y emocionalmente a todos los santos y difuntos que hemos conocido. Ellos, los unos y los otros, evidencian que la Verdad es siempre Dios, alfa y omega de todo, principio y fin de nuestras vidas.José Joaquín Gallardo es abogado